Nacimos desnudos

Hace unos días alguien me contó que una persona a la que apenas conoce le dijo: Acaso, ¿no nacimos desnudos? Vinimos al mundo sin nada. Y nos iremos igual.

Me dio qué pensar. Porque ¿en qué momento nuestra mente, plástica y moldeable al principio, olvida eso de ir por el mundo con las manos vacías y sólo piensa en tener más y más?

Aquí, – no sé si decir en la tierra, o suena muy trascendental – durante toda nuestra vida caminamos huyendo de la desnudez con la que llegamos. Esa que nos hace frágiles. La que nos vuelve débiles. La que, pese a ser inofensiva, a nuestros ojos, es un dragón que da miedo.

Por eso las armaduras con las que cargamos. Esas que no son más que un montón de cosas materiales inservibles. O un montón de prejuicios. O las dos. Esas que nos parecen necesitar. Para protegernos. Para ser fuertes. Invencibles.

Pero, ¿no sería más fácil caminar sin adornos ni florituras? ¿Caminar sin escudos?

Ah, es que la otra cara de la moneda es tan tentadora: lo bien que vienen esos escudos cuando no queremos sufrir. Cuando nos estamos protegiendo del mundo. De nosotros mismos. De nuestros miedos.

Hace unos días, yo misma, me tapé con un escudo lleno de prejuicios. Para protegerme. Y deseé tener más de todas las cosas materiales inservibles. Para ser fuerte. Para sentirme invencible.

Pero la fortaleza no puede nacer de la necesidad de protegernos de nuestros propios miedos. Ni de nosotros mismos.

Quizá por eso – por todo eso – aquella frase se me ha grabado en la piel. Como si fuese una huella en la arena. Una que ni el tiempo pudiera borrar. Y es que, acaso, ¿no nacimos desnudos?

Quizá por eso, aquella frase se me ha metido bajo la piel. Esa con la que nacimos. Esa que, al fin y al cabo, es el único escudo que nos protege. Incluso de nosotros mismos.

Fa.- julio 5 de 2015

Texto https://poesiaenlaparedemicuarto.wordpress.com

Foto http://www.blogdelfotografo.com/